domingo, 29 de junio de 2008

El hombre injusto

Dice Aristóteles en la Política que el hombre es el animal más perfecto, pero que cuando se aparta de la ley y de la justicia, es el peor de todos. Por eso, nada es más terrible que un hombre injusto con armas y poder. Sin duda, tanto las armas como el poder pueden cobrar rostros distintos sin dejar de ser mortíferos: la mentira, el ocultamiento, el recorte de las libertades, el despliegue de un poder omnímodo, aun con la ley en la mano, son peligrosos. Resulta fundamental, para la vitalidad de nuestra sociedad, repensar acerca de estos asuntosEl ciudadano común se siente hoy subestimado en su inteligencia, arrasado en sus intereses cívicos, ignorado en sus preocupaciones políticas. La vida en sociedad exige el ejercicio de reglas de convivencia y la política -apoyada en el poder que cedemos al gobernante- es la administración de ellas; cuando se produce abuso ya no es política, es sencillamente un “atropello a la razón”. La degradación de la praxis política degrada al hombre mismo; no sólo a quien la ejerce, sino al que la padece.

Lo que nos preocupa, entonces, es qué puede hacer la sociedad con hombres injustos y con poder; la injusticia implica acciones arbitrarias, y la arbitrariedad enloquece a quien la padece. Hombres injustos hay muchos, de algún modo todos los somos; pero el agregado del “poder” hace temible la injusticia. ¿Y qué es la justicia? Justicia es equilibrio, medida, legalidad; cuando hay demasía o exceso, hay injusticia; la desmesura (hybris) fue vista en el mundo antiguo como uno de los grandes pecados del espíritu.

Rescatar la política

Es ya un lugar común decir que se debe educar en la política y en la democracia, pero sucede que no hemos pensado con suficiente convencimiento que educar políticamente no es sólo conocer los principios de la política, sino enseñar a poner límites al gobernante injusto. La vida social está compuesta de un entramado de derechos y obligaciones. Saber de nuestros derechos es, también, conocer nuestras obligaciones, entre ellas, el control de gestión del ciudadano sobre sus representantes. La sociedad tiene la obligación -para seguir existiendo en armonía- de exigir un límite al poder.

Platón declaró que la justicia es condición de la felicidad; el hombre injusto no puede ser feliz. Eso también debe servirnos. A más de 25 siglos de aquella Atenas de esplendor, la política no ha perdido sus sentidos originarios, pero, ante nuestra indiferencia, se ha deslizado hacia conductas erráticas e intereses espurios. Debe repensarse en su rectitud. La política es una praxis inteligente que tiende a lograr el bien común; sin ese objetivo se desvirtúa.

La democracia, a su vez, es una conquista de la racionalidad que confía en los límites reflexivos del ciudadano; es un progreso respecto de los sistemas arcaicos de organización social con un poder central como el de los reyes. Por ser una construcción social es frágil; debe ser pensada, ejercitada y así, afianzada. La democracia contiene significados inmensos: reconocer al otro como semejante, otorgarle los mismos derechos y prerrogativas; garantizar la justicia. Es una forma de gobierno en la cual el bien común debe cumplirse con mayor perfección y eficacia, y alcanzar a todos, sin exclusiones. Así, la política, como la imaginamos, debe ser una forma civilizada y generosa de ejercer el poder; consenso, legitimidad, diálogo, derechos ciudadanos son vocablos cargados de sentidos que circulan en la sociedad pero de difícil cumplimiento. Y tal vez la dificultad radique, justamente, en la falta de claridad sobre lo que ellos significan, sobre las ventajas que nos ofrecen y, también, sobre los afanes y renunciamientos que implica su realización. Educar políticamente es abrir las mentes para enseñar a desafiar la intolerancia a la que somos dados los hombres; a cuestionar toda voluntad hegemónica, a no aceptar sometimientos indignos; en definitiva, erradicar de una vez por todas las hondas raíces de una educación autoritaria, cuyas huellas aparecen, inesperadamente, en cada tramo del juego social.

Los derechos y las obligaciones de los ciudadanos son modos de vida que se aprenden y se ejercitan; dejarlos caer en el olvido es una sentencia de muerte para una sociedad. No se puede saber qué es la democracia en una sociedad autoritaria; no se puede entender la política como regente de lazos sociales en medio del juego de intereses oscuros e inconfesados del poder. Sólo el control ciudadano puede detener los excesos de otros ciudadanos.

¿Podremos vivir juntos? Es la gran pregunta que nos urge. Se hace difícil responder si no comprendemos y hacemos carne los conceptos que aportan a la construcción de nuestra convivencia democrática. Debemos abocarnos al cultivo de la cultura política: aguzar el pensamiento crítico, asumir el rol de actores políticos. Esto parece ser impostergable; el hombre es un animal político, decía Aristóteles.

Por Cristina Bulacio para © LA GACETA - Tucumán.

Etica, justicia y razón

Por Roberto Rojo para LA GACETA - Tucumán. ¿Podemos justificar racionalmente la condición moral de nuestras acciones? El filósosofo Roberto Rojo interroga si las decisiones morales están justificadas intrínsicamente en la razón o sin sólo son consecuencias de argumentos sólidos. La filósofa Cristina Bulacio plantea que educar en política es también ensañar a ponerles límites a los gobernantes injustos.

TODA UNA ALEGORIA. El francés William-Adolphe Bouguereau (1825-1905) pintó en 1862 El mito de Orestes.

Quiero acotar claramente el tema de estas reflexiones, la justificación racional de las decisiones morales, pasando por alto las intrincadas cuestiones acerca de los sentidos y los alcances de los términos razón y ética. A fin de que este planteo resulte comprensible, partiré de un ejemplo de los muchos con los que el lector se topa de ordinario. Situémonos en la esfera jurídica: en un juicio, ante una consecuencia no querida -de culpabilidad, por ejemplo- se apela a una instancia superior en busca de una mejor justificación racional que asegure la consecuencia opuesta -la inocencia-. Hay que responder a la pregunta ¿es culpable o inocente el acusado? Ante esta disyuntiva: ¿quién dirime de manera absoluta la cuestión? ¿puede hacerlo la razón, esto es, los argumentos racionales? ¿está en lo cierto el que mejor argumenta?


Ahora bien, quiero abocarme en forma general a esta apasionante cuestión que relaciona la razón con la ética de las acciones individuales. Queda claro que sólo atenderé en este trabajo a las acciones concretas, no a los conceptos éticos abstractos, universales. Espero que ahora se entienda el tema de este trabajo: ¿están las decisiones morales justificadas intrínsecamente en la razón o son consecuencias de la solidez de las argumentaciones racionales? En el último caso -el de las argumentaciones- ninguna de las opciones morales estaría favorecida de antemano, debido al hecho palmario de que no hay un solo modo de justificarlas. En este panorama la inocencia o la culpabilidad no pertenece esencialmente a la acción sino que depende del rigor y del fundamento de la justificación argumentativa.

A fin de que el problema se muestre con nítidos perfiles insistiré con dos ejemplos más, porque los juzgo paradigmáticos y constituyen, hasta donde se me alcanza, algunos de los primeros antecedentes históricos de este problema. Se trata de un diálogo de Platón, Eutifrón, y de una tragedia de Esquilo, Las Euménides.

Eutifrón -que da nombre al diálogo- plantea a Sócrates la cuestión de si es justo o no acusar a su propio padre por haber dado muerte a quien mató a un operario suyo. Se trata de justificar racionalmente la conducta inocente o culposa de quien comete asesinato. Pero no hay, lamentablemente, en el diálogo despliegue argumentativo, porque el discurso se desvía para examinar un problema religioso y su relación con la justicia, el de la piedad, expuesto en los siguientes términos: ¿Lo piadoso es piadoso porque Dios lo ama o Dios lo ama porque es piadoso? (Recuerdo de paso que este problema religioso se replanteó en la filosofía moderna a la luz del Dios cristiano). A la postre, no se resuelven el dilema de lo piadoso ni la vacilación de Eutifrón de acusar o no acusar de asesinato a su propio padre.

Las dos caras de la razón


Esquilo, en cambio, es muy claro. En Las Euménides -una de las tres tragedias que constituyen la Orestíada- plantea con rigor argumentativo la cuestión que importa a este trabajo. Juzgo esta obra una suerte de arquetipo de justificación de la conducta, de un manejo sin par de las destrezas racionales para resolver una opción de acusación de asesinato.

El argumento reza así: Clitemnestra, amante de Egisto, asesina astutamente a su esposo, Agamenón, el reverenciado héroe de la guerra de Troya; Orestes, apesadumbrado por la muerte de su padre y sediento de venganza, mata a Clitemnestra, su propia madre. Está declarado el juicio. Las Euménides constituyen la parte acusadora; la defensa está en manos de los dioses Apolo y Atenea. El juicio para salvar o condenar a Orestes tiene en profusión elementos de la argumentación racional y no escasean las apelaciones emocionales de una de las partes, ante la contundencia racional. El Coro, formado por las Euménides, “las hijas de la noche y las tinieblas”, considera a Orestes impío, por haber regado por el suelo la sangre de la madre, y de haber sido cruel con quien le dio la vida. Indignadas, las Euménides prometen perseguir inexorablemente y sin descanso a quien derramó la sangre de su propio linaje.

No puedo detallar las razones de que se valen Atenea y Apolo para declarar a Orestes inocente, sino sólo hacer notar el punto esencial, racional de su argumentación, decisiva para su época. Es más importante el asesinato del padre que el de la madre, porque “no es la madre la engendradora de su hijo, sino sólo la nodriza del germen sembrado en sus entrañas”. Este argumento, que hoy juzgaríamos extravagante y desatinado, sonaba para algunos griegos irrebatible y sustentado en la tradición, tradición que acoge, entre otros, Aristóteles. En la Política (I,cap.2) establece lo que podemos llamar jerarquía natural. Esta jerarquía es aplicable tanto a los animales como a los seres humanos. Así, los animales domésticos son superiores a los salvajes. “Igualmente -dice Aristóteles- entre los sexos, puesto que el varón es superior y la mujer es inferior por naturaleza, el varón es el que gobierna y la mujer es el súbdito”.

Resalto lo anterior porque abona la idea de que “lo racional” aparece supeditado a las contingencias históricas y preso de las particularidades culturales. Vimos así, en el caso de las Euménides, cuán sesgada es la argumentación debido a prejuicios o ideas de la época al establecer diferencias jerárquicas entre los partícipes del acto generacional. Tocada por creencias y costumbres históricas, no está llamada la justificación racional, tal como aquí la entiendo, a dirimir las cuestiones tocantes a la valoración positiva o negativa de los actos singulares; en cambio, en el ámbito de las abstracciones y generalidades, son fecundos los movimientos de la razón para examinar, por ejemplo, la índole de la justicia o la virtud. En síntesis, la razón, como el dios Jano, tiene dos caras: por un lado, apunta, con firmeza, a la especulación pura, abstracta, y por el otro, con inseguridad, a las complejas exigencias de la praxis y a la vida.

Esta falta de certeza de la razón es el origen de nuestra perplejidad ante opciones que tocan muy en lo hondo de nuestras vidas, opciones tales que ninguna de ella tiene la fuerza persuasiva suficiente para alentarnos a elegir una u otra alternativa. Al escribir esto pienso en el patetismo, en el tono dramático de las decisiones que rozan las situaciones límite, y en las desavenencias, discordias, malentendidos, intolerancias que a veces tiñen las conversaciones ordinarias debido a las flaquezas de la razón. © LA GACETA




El valor de la apariencia

Por Lucía Piossek Prebisch para LA GACETA - Tucumán. ¿Qué es esa disposición del ser humano, misteriosa por lo “inútil”, a dejarse atraer por la apariencia y a conmoverse con la apariencia y su esplendor, hasta el punto de querer producirla él mismo? El arte, como esplendor de la apariencia, des-realiza la realidad y transmuta la materia de los elementos de que se vale. La búsqueda y la atribución de significados acrecientan la fuerza sugestiva y sensible de la apariencia.

Atribución de significados: las múltiples interpretaciones de laGioconda acrecientan la fuerza sensible de la apariencia

La lectura del tan sugerente artículo de Jorge Estrella “¿El arte nos hace mejores?” (LA GACETA Literaria, 1 de julio de 2008) me incita a escribir unas notas breves vinculadas a esta pregunta que dejó sin responder: ¿Qué es esa disposición del ser humano, misteriosa por lo “inútil”, a dejarse atraer por la apariencia y a conmoverse con la apariencia y su esplendor, hasta el punto de querer e intentar producirla él mismo? Producirla mediante colores, formas, ritmos, voces, movimientos, sonidos.

El engaño voluntario

Apariencia es una palabra con mucha historia y siempre sospechosa, por su parentesco con aparentar. Una larga tradición, que arraiga en el Platón de la República, la contrapone a realidad. Mientras la realidad es lo básico, lo esencial, la apariencia sería sólo superficie, copia de la realidad y hasta engaño, disimulo, mentira, simulacro, falsedad. Según la misma tradición, la realidad permite el conocimiento de la verdad; la apariencia, en cambio, sólo daría lugar a la opinión. Apariencia es, pues, una palabra sospechosa y hasta denigrada, como lo revelan expresiones de este tipo: “Hay que atravesar las apariencias para llegar a lo real…” O en el plano del trato personal, y hasta del amor: “No hay que fiarse de las apariencias”. Porque la apariencia engaña.

Sin embargo, hay un plano de la vida humana que no es ni el teórico ni el moral ni el del quehacer de todos los días, en el que la apariencia es la reina y donde, de hecho, se le reconoce una dignidad indiscutible. En ese plano, a sabiendas, nos “engañamos” y nos “dejamos engañar”. El arte, ¿no es acaso la producción de la apariencia para gozar de su esplendor?

En el arte no se exige ir más allá de la apariencia en busca de una realidad; no se supone nada tras la apariencia. Se me dirá: pero, ¿no se pregunta, acaso, qué significa un cuadro, qué quieren decirnos realmente una música, un poema? Sin embargo, insisto a mi vez, ¿preguntarse por el significado no es, al contrario, reconocer la riqueza que encierra el puro aparecer estético? La búsqueda de significado del arte no intenta dejar atrás los efectos sensibles una vez encontrado tal significado; no es dejar atrás ni los sonidos de la música, ni los colores de un cuadro, ni el personaje de una representación escénica, ni las formas de la plástica, ni las metáforas ni el ritmo poéticos, para luego, una vez desvalorizados, olvidarlos y dejarlos a un lado al compararlos con una realidad presunta que sería la “verdadera”. Al contrario; la búsqueda y la atribución de significados acrecientan la fuerza sugestiva y sensible de la apariencia. Piénsese en las innumerables interpretaciones de La última cena, de Leonardo, o de La Gioconda... o de El cementerio marino, de Paul Valéry, o de Don Quijote de la Mancha...

***

Aun en el arte llamado realista, en el arte plástico que se afana por imitar tal cual la realidad -el cuerpo humano, una mirada, un vaso con flores, un paisaje...- lo que esplende es la apariencia.
En el arte, y de modo más palpable en la pintura, la escultura y en las artes escénicas, lo presentado cobra una extraña forma de existencia. Recuerdo unas memorables palabras del filósofo de lo teatral Henri Gouhier referidas al hecho de la representación: “…al ingresar al teatro, somos cómplices con el actor para conferirle realidad a la apariencia…”

Otra cosa que se podría objetar: ¿brilla la apariencia en las obras que no juzgaríamos espontáneamente bellas, en las obras “negras” de un Goya, por ejemplo, en la Cabeza de Goliat, de Caravaggio? Sí; en ellas esplende la apariencia del horror, precisamente porque el horror está transmutado en apariencia. Aristóteles hizo en la Poética una observación notable: “las cosas que vemos en el original con desagrado nos causan gozo cuando las miramos en las imágenes más fieles posibles, como sucede, por ejemplo, con las figuras de los animales más repugnantes y de animales muertos” (Poética, cap. IV). Y en el caso especial de lo patético, comprueba el mismo Aristóteles cuánto gozamos con la representación ficticia, es decir, con la apariencia de “una acción destructora y dolorosa, como, por ejemplo, las muertes expuestas en escena, los dolores, heridas y todo lo de esta clase” (Ibid., cap. XI, cf. Retórica, el placer en lo imitado, aun cuando aquello que se imita no sea placentero, 1371, b, 5 ).


Es que el arte como esplendor de la apariencia des-realiza la realidad y también transmuta la materia de los elementos de que se vale (pensemos en los bloques de mármol de los que emergen Los prisioneros, de Miguel Angel, en la Academia de Florencia). Y así, el arte, des-realizando y transfigurando, desata y libera nuestra imaginación y nuestra sensiblidad.

Una forma de goce y liberación

Esa larga tradición metafísica a la que aludí más arriba, y muy clara en Platón, llevó a equiparar apariencia con mera copia, con engaño, con simulación; y a juzgarla, en consecuencia, algo difícilmente compatible, o más bien incompatible, con la búsqueda de la verdad y con la práctica del bien. Una tradición teórica negadora estuvo vigente en general hasta fines del siglo XVIII, cuando Kant, en su Crítica del juicio, y Schiller, en sus escritos de estética y moral, permitieron erradicar de las teorías del arte la equiparación de apariencia con engaño. Enseñaron a comprender que la apariencia no está reñida forzosamente con la verdad ni con el bien en la medida en que no pretende ser una realidad ni necesita ser defendida ante esta, es decir, en la medida en que es apariencia estética. (1) Pero hay que reconocer que, al margen de cualquier teorización, y en particular al margen de cualquier teoría desvalorizadora, el hombre siempre ha gozado y se ha liberado momentáneamente de su entorno problemático gracias al esplendor de la apariencia en la naturaleza y en el arte. © LA GACETA

NOTA
1.- Sobre un uso y hasta una manipulación de la apariencia con fines extraestéticos, cf. dos textos: el clásico de Friedrich Schiller, “Sobre los límites necesarios en el empleo de las bellas formas”, y el reciente que interesa a este tema de Víctor Massuh: “¿Hacia una estetización de los valores?”, en “¿Hacia dónde se dirigen los valores?”, ed. Jérôme Bindé, FCE, México, 2006.



jueves, 26 de junio de 2008

Algunas reflexiones sobre el Pensamiento Crítico

Energía Positiva es un programa del Sindicato regional de Luz y Fuerza, que tiene como objetivo principal estimular el pensamiento crítico para ayudar a estimular una conciencia colectiva autónoma, integrada y solidaria. Cuenta con la participación de Quique Pessoa, Adrian Paenza, Eduardo Brandolín.



miércoles, 25 de junio de 2008

Jornadas en Las Termas

sábado, 21 de junio de 2008

Filosofía [aquí y ahora]


El prestigioso filósofo, escritor y guionista de cine José Pablo Feinmann se propone revisar las preguntas fundamentales que formularon grandes filósofos, como Descartes, Kant, Hegel, Heidegger, Marx o Sartre, y permitir que la reflexión filosófica aflore como una actitud ante el mundo que nos rodea.

Los jueves a las 23:30 por canal Encuentro

Sinopsis
La televisión y la filosofía no forman una pareja habitual, pero el filósofo, escritor y guionista de cine José Pablo Feinmann enfrenta el desafío de abordar esta disciplina en profundidad y con un lenguaje accesible.
La intención es doble; no sólo se propone revisar las preguntas fundamentales que formularon grandes filósofos, como Descartes, Kant, Hegel, Heidegger, Marx o Sartre, sino también permitir que la reflexión filosófica aflore como una actitud ante el mundo que nos rodea.

Repeticiones
Jueves: 07.30 / 11.30 / 15.30 / 19.30
Sábado: 07.00
Domingo: 04.30 / 17.00

lunes, 9 de junio de 2008

10 fórmulas para el olvido


1 - Nadie verdaderamente grande ignora su propia pequeñez.

2 - El pasado y el futuro son los peores enemigos del presente. Y al mismo tiempo, los únicos capaces de darle algún sentido.

3 - En el dolor nos hacemos. En el placer nos deshacemos.

4 - ¿Qué es el hombre?: hambre de hembra.

5 -¿Y la felicidad? Un sentimiento de plenitud, cuyos rasgos salientes son su escasez y la abundancia sin fin de asuntos que pueden motivarlo.

6 - Podemos adquirir experiencia, conocimiento, información. Y, acaso, hasta sabiduría. Pero la juventud sólo podemos perderla.

7 - Hablar de sociedad comunista próspera es una contradicción en los términos. Pero así lo creyó el señor Marx, un santón cuyos feligreses compiten con los seguidores de la Difunta Correa en averiguar cuál de ambos es más milagroso.

8 - ¿Hay algo más irreal que la realidad?

9 - El anhelo, esa incierta nostalgia por aquello que desconocemos.

10 - El olvido, siempre ausente. Y siempre presente. Como ese largo letargo de lagartos en Galápagos.

Por Jorge Estrella, para LA GACETA - Tucumán.

miércoles, 4 de junio de 2008

¿El arte nos hace mejores?

Por Jorge Estrella, para LA GACETA - Tucumán. El filósofo tucumano denuncia que las huestes artísticas contemporáneas rayan masivamente en la banalidad.

La pregunta parece algo malintencionada. Porque, ¿acaso podemos dudar de que cultivando las artes el hombre se encumbra sobre sí mismo, pule su espiritualidad, se eleva hacia el disfrute de la belleza en desinteresada exaltación? ¿Cómo negar la abrumadora muestra de seres humanos que se inclinan con igual obediencia ante el gran arte y la moral más exigente?.

Mi propensión al escepticismo y a no subestimar la lógica, sin embargo, me empujan a preguntarme si acaso no hay volúmenes importantes de seres humanos con estas otras tres fisonomías: 1) insensibles por completo a las artes y respetuosos de las leyes morales; 2) insensibles por completo a las artes y al cumplimiento de las leyes morales; 3) sensibles al goce estético y violadores de las leyes morales.

Mi escepticismo suele aconsejarme desconfiar de los vínculos sólidos entre dos o más atributos del alma humana. Con demasiada frecuencia hemos visto cómo se asocian cualesquiera sentimientos con cualesquiera otros distintos. Los hijos de padres golpeadores, por ejemplo, ¿acaso no muestran ejemplos de quienes repiten ese modelo paterno y de otros que se alejan de él en amoroso cuidado de sus hijos?; y ante el acto generoso ¿no somos testigos por igual de la ingratitud resentida y del reconocimiento agradecido?

Un caso notorio de mi grupo 3) arriba enunciado parece haber sido Adolfo Hitler. Una mirada rápida a los horrores desencadenados por este genocida sugiere sin asomo de duda que su insensibilidad moral debió estar acompañada de una pareja insensibilidad estética.

Sin embargo, abundante documentación histórica desmiente esta sana conjetura del sentido común. Frederic Spotts, por ejemplo, en su libro Hitler and the power of aesthetics (1) sostiene que el genocida mostró siempre un real interés por artes como la arquitectura, la música, la pintura o la escultura. Inserto en la tradición romántica, acogía el arte como el más elevado atributo humano. Y no se trataba de emplear estas artes como elementos accesorios, adscriptos a la propaganda nazi, sino que más bien configuraban la impronta central de la ideología genocida. En otros términos, el arte no era un medio sino que formaba parte esencial del mensaje. Recordemos estos elementos de la estética nazi: su monumentalidad y su pretensión redentora. ¿Acaso no hay en ellas la voluntad purificadora de la raza humana que los nazis trasladaron, sin mayores complicaciones éticas, a los campos de exterminio? ¿Acaso no acercaron la exaltación de la belleza a la exaltación del terror, la condición egregia y superior del arte al poder descontrolado, el ánimo elevado por la estética con el horror al genocidio?

¿Sensibilidad artística en un asesino? En su círculo más próximo, Hitler exigía sensibilidad estética y, al parecer, Goebbels la tenía como autor teatral y novelista, lo mismo que Göring como coleccionista de arte. El primer monumento que Hitler mandó construir cuando fue nombrado canciller en 1933 fue una enorme galería de arte. Y continuó después decidiendo la construcción de teatros y bibliotecas en toda Alemania. En la misma dirección, sus ejércitos que invadían Europa confiscaban colecciones famosas en los países derrotados. Albert Speer, quien fue arquitecto y ministro de armamento del Tercer Reich, testimonia su rendida admiración por el talento arquitectónico de su jefe, cuyos bocetos Speer convertía en maquetas o diseños de trazo profesional. Se sabe, además, que en sus inicios Hitler se describía como “pintor de arquitecturas” y se ganaba la vida vendiendo sus acuarelas de autodidacto en la calle. Pero fracasó en su examen al querer ingresar en la Academia de Bellas Artes de Viena. Cuando llegó al poder, Hitler se convertiría en un mecenas de las artes, propiciando festivales musicales, exposiciones itinerantes, conciertos gratuitos, financiados con fondos surgidos de la venta de su libro Mi Lucha y de impuestos para ese fin.

A tal punto el interés por el arte se encontraba en su ánimo por encima de la valoración de las personas, que Hitler agradecía el bombardeo aliado sobre ciudades como Colonia, Düsseldorf o Barmen, pues “carecían de atractivo estético” y venía bien esa destrucción pues facilitaría reconstruirlas desde los diseños ideados por él mismo. Esta sensibilidad estética se traducía, asimismo, en órdenes suyas como la de no bombardear Florencia, por ser “una ciudad demasiado bella para destruirla”.

Violentando los hechos y, desde una sana moral, uno puede decir: “¿Sensibilidad artística en un asesino? No, imposible”. Pero ocurre que tampoco será difícil remontar a las fuentes mismas del arte para reconocer que la efectiva alianza entre el odio primario contra el prójimo y la elevada sensibilidad estética no sólo es posible sino real. Wagner, por ejemplo, inspirador no casual de Hitler, sostenía en 1850: “Si su lenguaje impide casi completamente al judío expresar sus sentimientos y sus ideas por medio del discurso, con más razón una manifestación semejante le resultaría imposible por el canto. El canto es el discurso llevado al más alto grado de la pasión; la música es la lengua de la pasión. Si al judío le sucede elevar el tono de su discurso hasta el canto, su animación nos parece ridícula y, como nunca, toma el acento de una pasión susceptible de emocionarnos, se nos convierte en insoportable”. Y en este otro, claramente profético, de 20 años más tarde:

“La decadencia de nuestra cultura podría ser parada por una expulsión violenta de este elemento extranjero de descomposición, aunque eso es algo que no puedo esperar, pues para ello se necesitarían unas fuerzas cuya existencia me es desconocida” (2).

Uno puede rasgar vestiduras ante estos datos. Puede decir: “No, eso no es sensibilidad ante el arte sino una patología perversa que denigra el arte”. Pero lo cierto es que el holocausto fue gestado en el centro del cultivo de las humanidades y las artes.

Además, el otro holocausto, del que no se habla, el holocausto de la instalación del comunismo internacional en el siglo XX (que costó, por sí solo, más que el doble de víctimas -perseguidas, torturadas, eliminadas- de la Segunda Guerra Mundial), ¿no nos consta que ha crecido desde el mismo romanticismo alemán? ¿No lo vemos, acaso, hoy, seguir floreciendo como ideología dominante en los centros universitarios de Europa y Latinoamérica? ¿No vemos el sistema totalitario de creencias comunistas florecer sin competencia entre los artistas, siempre “progresistas”, siempre “altruistas”, siempre reclamando la vigencia de los “derechos humanos”, pero jamás en Cuba, la dictadura militar más antigua de Latinoamérica, a punto de cumplir sus primeros 50 años? Otra vez ese vínculo estrecho entre la justificación del genocidio asesino y la elevada espiritualidad en muchísimas personas que ejercen el arte desde su más sentida intimidad. Heidegger allá, Sartre acá, humanistas ambos, artistas de la palabra, sin duda, defensores del “arte comprometido” (con el “bien”, naturalmente), ¿no mostraron pareja complicidad con los crímenes del nazismo y del comunismo, respectivamente? Lo cual debería alertar a quienes toman en serio a los filósofos.

¿Cambiará el arte de este siglo XXI ese vínculo frágil entre la belleza y el bien moral? Aunque la velocidad de los cambios culturales es mayor que la de las modificaciones genéticas, no veo indicios de que ello vaya a ocurrir.

En un trabajo mío anterior, publicado en este mismo suplemento (3), defendía que, aunque la filosofía y el conocimiento son incompetentes para precisar cuál es la “esencia” del arte, cuando estamos ante él nos sentimos sacudidos por una emoción peculiar.

“‘Eso’ que nos roza con violencia desde los objetos artísticos -decía- es una ausencia presente, un maravilloso agregado intangible que enriquece nuestras vidas. Aunque poco podamos saber sobre su naturaleza”. La tentación de los filósofos ha sido asociar la percepción de la belleza con el “bien”. Y aunque he recogido en este trabajo testimonios en contra de esa conjetura, me inclino a defenderla, al menos como esperanza. Al menos para algunos seres humanos, esa alianza entre el sacudón estético y el embellecimiento del alma humana por el bien no es sólo posible, también es real.© LA GACETA

NOTAS:
(1) Overlook Editions, New York, 2002.
(2) Tomo ambos textos de un artículo de Luis G. Iberni: Wagner ¿héroe o villano?, El Cultural, 10/02/2005, www.elcultural.es.
(3) ¿Qué diablos es el arte?, LA GACETA Literaria 17-06-2007.


martes, 3 de junio de 2008

¡Derecho Basico!


Luego de un mes de intensa actividad, en el que nos movilizamos y recurrimos a intimaciones legales, conseguimos que el consejo de la facultad apruebe el llamado a concurso de interinos (con inscripcion de interesados y concurso por antecedentes) de tres materias. Esto implica que en aquella misma resolucion, en conformidad con el articulo 82 del estatuto universitario, debe prestablecerse el consiguiente llamado a concurso en forma definitiva.

Sin embargo, esta solucion parcial, no acaba por satisfacer la totalidad de nuestras exigencias, por lo tanto, nuestro reclamo solo cesara cuando se sustancie el llamado a concurso de las materias faltantes. Queremos por sobre todo dejar sentada nuestra posicion, que no es una vaga obstinacion, sino la reivindicacion de un ¡derecho basico!.

Que por lo menos hoy, la educación sirva para transformar la realidad y no para reproducirla.

AFI (alumnos de filosofía independientes)

Nuevo Taller de biografía y autobiografía en junio


Los relatos de vida, biografía, autobiografía en todas sus formas. Espacio de reflexión sobre el tema. Textos sobre el tema.

Algunas palabras...

"Loable es escribir para no morir y más valioso aún escribir para salvar a otros del olvido y de la muerte.
La muerte... nada podemos. Aunque podemos salvar de la más triste de las muertes a aquellos que amamos, buscando esa pócima extravagante, como surgida la de extraviada fuente de la juventud, buscando un medio para el recuerdo, remedio contra el olvido. ¿Podremos encontrar tal elixir? Tal vez la solución al dilema resida en la búsqueda y no en el brevaje."

De: Alvarado, Carlos, Con Tinta de Amapolas, Ed. Lucio Piérola, Tucumán,2007