miércoles, 4 de junio de 2008

¿El arte nos hace mejores?

Por Jorge Estrella, para LA GACETA - Tucumán. El filósofo tucumano denuncia que las huestes artísticas contemporáneas rayan masivamente en la banalidad.

La pregunta parece algo malintencionada. Porque, ¿acaso podemos dudar de que cultivando las artes el hombre se encumbra sobre sí mismo, pule su espiritualidad, se eleva hacia el disfrute de la belleza en desinteresada exaltación? ¿Cómo negar la abrumadora muestra de seres humanos que se inclinan con igual obediencia ante el gran arte y la moral más exigente?.

Mi propensión al escepticismo y a no subestimar la lógica, sin embargo, me empujan a preguntarme si acaso no hay volúmenes importantes de seres humanos con estas otras tres fisonomías: 1) insensibles por completo a las artes y respetuosos de las leyes morales; 2) insensibles por completo a las artes y al cumplimiento de las leyes morales; 3) sensibles al goce estético y violadores de las leyes morales.

Mi escepticismo suele aconsejarme desconfiar de los vínculos sólidos entre dos o más atributos del alma humana. Con demasiada frecuencia hemos visto cómo se asocian cualesquiera sentimientos con cualesquiera otros distintos. Los hijos de padres golpeadores, por ejemplo, ¿acaso no muestran ejemplos de quienes repiten ese modelo paterno y de otros que se alejan de él en amoroso cuidado de sus hijos?; y ante el acto generoso ¿no somos testigos por igual de la ingratitud resentida y del reconocimiento agradecido?

Un caso notorio de mi grupo 3) arriba enunciado parece haber sido Adolfo Hitler. Una mirada rápida a los horrores desencadenados por este genocida sugiere sin asomo de duda que su insensibilidad moral debió estar acompañada de una pareja insensibilidad estética.

Sin embargo, abundante documentación histórica desmiente esta sana conjetura del sentido común. Frederic Spotts, por ejemplo, en su libro Hitler and the power of aesthetics (1) sostiene que el genocida mostró siempre un real interés por artes como la arquitectura, la música, la pintura o la escultura. Inserto en la tradición romántica, acogía el arte como el más elevado atributo humano. Y no se trataba de emplear estas artes como elementos accesorios, adscriptos a la propaganda nazi, sino que más bien configuraban la impronta central de la ideología genocida. En otros términos, el arte no era un medio sino que formaba parte esencial del mensaje. Recordemos estos elementos de la estética nazi: su monumentalidad y su pretensión redentora. ¿Acaso no hay en ellas la voluntad purificadora de la raza humana que los nazis trasladaron, sin mayores complicaciones éticas, a los campos de exterminio? ¿Acaso no acercaron la exaltación de la belleza a la exaltación del terror, la condición egregia y superior del arte al poder descontrolado, el ánimo elevado por la estética con el horror al genocidio?

¿Sensibilidad artística en un asesino? En su círculo más próximo, Hitler exigía sensibilidad estética y, al parecer, Goebbels la tenía como autor teatral y novelista, lo mismo que Göring como coleccionista de arte. El primer monumento que Hitler mandó construir cuando fue nombrado canciller en 1933 fue una enorme galería de arte. Y continuó después decidiendo la construcción de teatros y bibliotecas en toda Alemania. En la misma dirección, sus ejércitos que invadían Europa confiscaban colecciones famosas en los países derrotados. Albert Speer, quien fue arquitecto y ministro de armamento del Tercer Reich, testimonia su rendida admiración por el talento arquitectónico de su jefe, cuyos bocetos Speer convertía en maquetas o diseños de trazo profesional. Se sabe, además, que en sus inicios Hitler se describía como “pintor de arquitecturas” y se ganaba la vida vendiendo sus acuarelas de autodidacto en la calle. Pero fracasó en su examen al querer ingresar en la Academia de Bellas Artes de Viena. Cuando llegó al poder, Hitler se convertiría en un mecenas de las artes, propiciando festivales musicales, exposiciones itinerantes, conciertos gratuitos, financiados con fondos surgidos de la venta de su libro Mi Lucha y de impuestos para ese fin.

A tal punto el interés por el arte se encontraba en su ánimo por encima de la valoración de las personas, que Hitler agradecía el bombardeo aliado sobre ciudades como Colonia, Düsseldorf o Barmen, pues “carecían de atractivo estético” y venía bien esa destrucción pues facilitaría reconstruirlas desde los diseños ideados por él mismo. Esta sensibilidad estética se traducía, asimismo, en órdenes suyas como la de no bombardear Florencia, por ser “una ciudad demasiado bella para destruirla”.

Violentando los hechos y, desde una sana moral, uno puede decir: “¿Sensibilidad artística en un asesino? No, imposible”. Pero ocurre que tampoco será difícil remontar a las fuentes mismas del arte para reconocer que la efectiva alianza entre el odio primario contra el prójimo y la elevada sensibilidad estética no sólo es posible sino real. Wagner, por ejemplo, inspirador no casual de Hitler, sostenía en 1850: “Si su lenguaje impide casi completamente al judío expresar sus sentimientos y sus ideas por medio del discurso, con más razón una manifestación semejante le resultaría imposible por el canto. El canto es el discurso llevado al más alto grado de la pasión; la música es la lengua de la pasión. Si al judío le sucede elevar el tono de su discurso hasta el canto, su animación nos parece ridícula y, como nunca, toma el acento de una pasión susceptible de emocionarnos, se nos convierte en insoportable”. Y en este otro, claramente profético, de 20 años más tarde:

“La decadencia de nuestra cultura podría ser parada por una expulsión violenta de este elemento extranjero de descomposición, aunque eso es algo que no puedo esperar, pues para ello se necesitarían unas fuerzas cuya existencia me es desconocida” (2).

Uno puede rasgar vestiduras ante estos datos. Puede decir: “No, eso no es sensibilidad ante el arte sino una patología perversa que denigra el arte”. Pero lo cierto es que el holocausto fue gestado en el centro del cultivo de las humanidades y las artes.

Además, el otro holocausto, del que no se habla, el holocausto de la instalación del comunismo internacional en el siglo XX (que costó, por sí solo, más que el doble de víctimas -perseguidas, torturadas, eliminadas- de la Segunda Guerra Mundial), ¿no nos consta que ha crecido desde el mismo romanticismo alemán? ¿No lo vemos, acaso, hoy, seguir floreciendo como ideología dominante en los centros universitarios de Europa y Latinoamérica? ¿No vemos el sistema totalitario de creencias comunistas florecer sin competencia entre los artistas, siempre “progresistas”, siempre “altruistas”, siempre reclamando la vigencia de los “derechos humanos”, pero jamás en Cuba, la dictadura militar más antigua de Latinoamérica, a punto de cumplir sus primeros 50 años? Otra vez ese vínculo estrecho entre la justificación del genocidio asesino y la elevada espiritualidad en muchísimas personas que ejercen el arte desde su más sentida intimidad. Heidegger allá, Sartre acá, humanistas ambos, artistas de la palabra, sin duda, defensores del “arte comprometido” (con el “bien”, naturalmente), ¿no mostraron pareja complicidad con los crímenes del nazismo y del comunismo, respectivamente? Lo cual debería alertar a quienes toman en serio a los filósofos.

¿Cambiará el arte de este siglo XXI ese vínculo frágil entre la belleza y el bien moral? Aunque la velocidad de los cambios culturales es mayor que la de las modificaciones genéticas, no veo indicios de que ello vaya a ocurrir.

En un trabajo mío anterior, publicado en este mismo suplemento (3), defendía que, aunque la filosofía y el conocimiento son incompetentes para precisar cuál es la “esencia” del arte, cuando estamos ante él nos sentimos sacudidos por una emoción peculiar.

“‘Eso’ que nos roza con violencia desde los objetos artísticos -decía- es una ausencia presente, un maravilloso agregado intangible que enriquece nuestras vidas. Aunque poco podamos saber sobre su naturaleza”. La tentación de los filósofos ha sido asociar la percepción de la belleza con el “bien”. Y aunque he recogido en este trabajo testimonios en contra de esa conjetura, me inclino a defenderla, al menos como esperanza. Al menos para algunos seres humanos, esa alianza entre el sacudón estético y el embellecimiento del alma humana por el bien no es sólo posible, también es real.© LA GACETA

NOTAS:
(1) Overlook Editions, New York, 2002.
(2) Tomo ambos textos de un artículo de Luis G. Iberni: Wagner ¿héroe o villano?, El Cultural, 10/02/2005, www.elcultural.es.
(3) ¿Qué diablos es el arte?, LA GACETA Literaria 17-06-2007.


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