lunes, 20 de agosto de 2007

La Música, el Lenguaje desencarnado

1. Preludio


“en su origen, todas las lenguas se acrecieron de sonidos que sirven para cercenar –que sirven para sustraer lo que acaba de ser dicho y es necesario exponer para cercenar” . Esto nos dice Pascal Quignard en El Odio a la Música y preludiar este estudio parafraseándolo no es nada antojadizo. La música, la lengua madre, el esperanto a juicio de Schopenhauer y Nietzsche, fue, primitivamente, más que un medio de comunicación un nexo entre los hombres (inclusive, valga la rima, la naturaleza de esa unión era tan vivida que ese nexo simboliza una suerte de plexo; un nervio que no solo articulaba a los hombres sino que los fundía con la naturaleza).

Es el afán de esta serga el análisis de la música como una lengua zaherida y olvidada, y subrepticiamente, vislumbra en ese extravío o abandono el cisma de un arquetipo de ser humano: el homos musicus. Para tal faena nos apoyamos en el opus El Odio a la Música de Pascal Quignard, pensador y escritor francés contemporáneo, y en otros filósofos que se mueven por sus ‘sagitas’ como Schopenhauer, Nietzsche, entre otros.

2. Ludio

Hay cierta lengua que no reclama su manifestación sintáctica. Una lengua que no exhorta a su revelación lógica. La comunicación es simple, intuitiva, y el Lógos que mora en su estructura es el de la reunión. Sabido es que Lógos significa palabra, discurso o razón, mas también es reunión, y esa es la acepción que invoca a la música, el lenguaje desencarnado. Pero ¿Por qué esta desencarnado? El hombre contemporáneo ha evolucionado muchísimo en lo tecnológico, pero muy poco en lo espiritual. Esa sordera e incuria hacia lo espiritual ha desencarnado el lenguaje primitivo de la música, aún siendo este el motor de todas sus acciones. Se desencarno porque se desprendió de los miramientos de los hombres. Los manuscritos sonoros –los pentagramas- de esa lengua se olvidaron y extraviaron. Solo ecos viven en esa fuerza rítmica, ecos que casi vegetan. Su muerte, su silencio equivaldría a la muerte del ser humano, y la actual agonía de su cadencia es un grito mudo de alerta que no puede ser eludido. ”Es curioso –es casi fescenino- que promontorio, lengua, problema, muerte, sean lo mismo (…) Promontorium, lingua, problèma. Sones que sirven para cercenar definen a la música”. Para el Homos musicus, ese abismo, ese promontorio el la lengua la voz griega problèma nominaba aquel escarpamiento, que es a la vez adentrarse en el exégesis de la lengua. Morir es inevitable pues descifrar el significado es caer al abismo, caer en un problema: morir desahuciado en la circularidad de la semántica. Por eso promontorio, lengua, problema y muerte son lo mismo; por eso son sones que sirven para cercenar y definen la música.

El canto de ese esperanto – que es música, que e lengua, que es hombre- es un nervio de comunicación (No es un medio porque no es un recurso, una herramienta; es parte insoslayable de la naturaleza y de los hombres. Sucede que la música no es antropomorfa; es extrahumana: los ciclos de la vida y de la muerte, de la noche y el día; la lluvia, su tic tac metronómico y acompasado, son parte de la musicalidad inherente al mundo) Nietzsche, influenciado por Schopenhauer y Wagner, concebía que la música esta mas allá de lo dominios de la lengua del habla, de la palabra modulada y con significación. Al respecto, Pascal Quignard nos aclama que “la característica de la armonía es resucitar la curiosidad sonora, extinta desde que el lenguaje articulado y semantico se propaga entre nosotros. De ese modo en las postrimerías de la lengua, en los límites de su alcance aparece la música El desencarnar ese grito de ¡Evohé! –aquel que proferían los bacanes para invocar a Dionisio-, mutilo al hombre, le cerceno las pasiones y los instintos, le extirpo la sensibilidad. De allí en adelante se preconizó la Razón por sobre todo y, al decir de Susan Buck-Morss, el hombre apunto a sí mismo la sensibilidad, se alineo hasta convertirse en un se anestésico: el hombre moderno será así un artilugio, un ente –cuasi un zombi, pues camina pero parece estar muerto- asensual y anestésico esa Razón mutiladora, ese lógos, cuyo génesis será Nietzsche en Sócrates y su dialéctica, desgarro la naturaleza humana obligándola a mutar en maquina (digo obligándola porque desencarna las pasiones –esa pulsación natural hacia la música- es matar biológicamente al ser: el es carne, sin carne no hay tacto ni sensibilidad; sin sensibilidad no hay apertura al mundo. El individualismo y el egoísmo de estos tiempos de nausea son frutos de ese desencarnar. He allí la explicación de la sobrevaloracion de lo tecnológico. He allí que el epos de nuestro tiempo pueda ostentar el epíteto de lo tecnocentrico).

La música preexiste y se anticipa a toda lengua que prorrumpe lógicamente, que se articula en los modismos del habla. Pues lenguajes hablados los hay muchos, pero uno solo es el musical. La música se aísla de las facundias del léxico, las nomenclaturas y terminologías porque éstos aluden a una realidad fenoménica; en la música, por el contrario, no rigen las leyes de la Razón sino las paradojas del corazón. “Y esto sucede porque el lenguaje de la música es inmediato, la intuición nos dice de qué habla, y no requiere de la mediación de la razón. Quizá por eso, aquel que quiera crear, primero recibe un saludo musical intuitivo en el alma”.

3. Posludio a modo de una conclusión imposible

Pascal Quignard, en los diez pequeños tratados que componen El Odio a la Música, teje furtivamente un pregón. Es la metáfora del grito de ¡evohé!, que es, al mismo tiempo, metáfora de una alocución silenciosa de cambio, de reencuentro con lo humano, de redescubrimiento de lo esencialmente valioso. Es la reafirmación de la vida. No podemos no oír esa lengua, no podemos no obedecer ese canto de sirenas. Para nada fortuito que oír en latín se dijera obaudire, que en castellano terminó por significar obedecer.

El hombre contemporáneo es un hombre mutilado, bifurcado. Su “armonía”, su “rítmica” con lo natural se ha escindido. El haber perdido el compás de su melodía lo ha tornado un ser despiadado, atávico. Negó un fragmento de sí mismo, un fragmento que es carne, que es música, aun a sabiendas de que no podría nunca ignorar del todo ese sonido tentador, porque –haciendo alusión a la rúbrica de uno de los tratados del Odio a la Música– “ocurre que las orejas no tienen párpados”.

Por: Federico Bruno Gabarró

1 comentario:

Marquesa del Choripán dijo...

"La música preexiste y se anticipa a toda lengua que prorrumpe lógicamente, que se articula en los modismos del habla". Concedo. Pero no me parece que exista un lenguaje musical: El lenguaje está formado por signos y un signo es algo que hace referencia a otra cosa. Ahora bien, si la música es lo primero en nosotros, ¿cómo podría ser lenguaje, ésto es, ser signo de otra cosa anterior a ella misma? Nietzsche nos habla de "lo Uno primordial", que es el dolor y la contradicción esenciales en el individuo y la música es una réplica de este Uno primordial; sin embargo advierte que aquella es "a-conceptual y a-figurativa" y, por tanto, no es simbólica, no es lenguaje, porque no es un signo que hace referencia a nuestro dolor, sino que es una copia del mismo y, por ser lo Uno, lo primero, es anterior a todo. Por eso, me parece, la música no puede ser lenguaje porque en ese caso tendría que significar a algo que sea anterior a ella, así como el concepto significa a la palabra y ésta a la "cosa" concreta. La música es esta "cosa" concreta en nosotros, que no puede significar a otro objeto y que tampoco puede ser significada porque el lenguaje, al ser apolíneo y, por ende, moverse en el ámbito de la apariencia, jamás podrá expresar todo lo que sentimos.
Me parece que la música es más bien la réplica de un estado, un sentimiento o un instinto antes que un lenguaje. Sea lo que fuere, en todo caso, en mi opinión, es no-simbólica. En este sentido, al hablar de la música como lenguaje la estaríamos definiendo en términos apolíneos, por lo que estaríamos cometiendo anacronismo, pues lo simbólico es propio de Apolo, y lo dionisiaco (la música) le precede.